Cuando pensamos en la definición de parto, generalmente evocamos un momento clínico en el que una mujer da a luz, un evento muchas veces reducido a un acto biológico que, en las últimas décadas, se ha conceptualizado bajo la óptica de la intervención médica. Pero permitámonos imaginar otro enfoque, un nacimiento que trasciende lo fisiológico y se convierte en un ritual de transformación profunda. Este es el relato de una mujer que eligió dar a luz en su hogar, en agua, rodeada por la fuerza de sus ancestras y en completa confianza con su cuerpo.
“El amanecer trajo consigo una sensación de anticipación. Había llegado a las 40 semanas y unos días más. Mi embarazo había sido un viaje de autodescubrimiento, y junto a mi pareja habíamos decidido que el nacimiento de nuestro hijo sería un acto de confianza y respeto hacia la naturaleza. A pesar de toda la preparación, sentía los ecos de mitos y miedos que intentaban instalarse en mi mente. Pero cada vez que esos pensamientos asomaban, me sostenía en los mantras que había aprendido: ‘Mi cuerpo sabe parir. Mi bebé sabe nacer’.
Fue en la calma de una tarde que las primeras olas uterinas llegaron. Su ritmo inicial era suave, casi susurrante, como un aviso de que el viaje había comenzado. Me movía por la casa, permitiendo que mi cuerpo encontrara su propio lenguaje. Caminaba, respiraba, comía ligeras frutas y me hidrataba. Las contracciones aumentaban en intensidad y frecuencia, y sentía cómo mi bebé también participaba en esta danza ancestral.
Cuando la intensidad creció, encendimos las velas que habíamos preparado y colocamos un cuenco con agua fresca junto al altar que contenía las fotos de mis abuelas y una piedra sagrada que simbolizaba la fuerza de mi linaje. Mi pareja comenzó a cantarme, con una voz serena y profunda, las melodías carnáticas que habíamos practicado. Sus manos me sostenían en masajes lentos, y sus ojos reflejaban la confianza que me transmitía: “Estamos listos”, parecían decirme.
Las horas transcurrieron en un tiempo suspendido. Mi cuerpo se arqueaba con las olas, a veces perdiendo el centro, pero siempre regresando. La presencia de mis ancestras se hizo evidente: sentía susurros de aliento en cada contracción, como si una cadena infinita de mujeres estuviera allí, guiándome. Mi respiración se acompasó con la fuerza del agua que llenaba la piscina de parto en nuestra sala. Al entrar en ella, una sensación de alivio y protección me envolvió. El agua se transformó en un espacio seguro, donde mi cuerpo encontraba la liviandad necesaria para continuar.
En el momento más intenso, sentí que mi cuerpo no podía más. “No soy capaz,” pensé por un instante, pero entonces cerré los ojos y me permití dejarme llevar. Ya no era solo mi cuerpo, era mi alma la que empujaba, sostenida por la energía del universo entero. Mi pareja, a mi lado, me recordaba con su mirada que yo era poderosa, y las voces de mis ancestras cantaban al unísono: “Confía”.
Y entonces sucedió. Mi bebé emergió al mundo con la suavidad del agua y la fuerza del amor que lo había esperado. Lo sostuve entre mis brazos, y nuestros ojos se encontraron por primera vez. Su mirada, sabia y antigua, me llenó de una calma indescriptible. Lo acerqué a mi pecho, y su llanto cesó. Mi pareja lloraba, y entre besos y caricias, celebramos juntos el milagro del nacimiento.
La habitación se llenó de luz. Una transformación había ocurrido no solo en mí, sino en todos los presentes. En ese momento entendí que el parto no es solo el acto de traer una nueva vida al mundo, es también el renacimiento de la mujer como madre, como fuerza creadora, como guardiana de la vida. Es un proceso que trasciende el tiempo y el espacio, que conecta lo físico con lo espiritual, y que merece ser honrado en toda su magnitud.
El nacimiento, cuando es respetado y libre, se convierte en un acto de amor y poder. Es un recordatorio de que el cuerpo femenino, si se le permite, sabe qué hacer. Es un canto a la confianza, a la intuición y a la fuerza que reside en cada mujer. Que todas podamos encontrar el camino hacia un nacimiento respetado y consciente, un nacimiento que celebre la vida en su expresión más pura y sagrada.»
Maria Carmenza Cuenca A.
Diciembre de 2024